lunes, 8 de septiembre de 2008

Sabia leyenda africana

El sapo juez
(Brazzaville)
Una vez un hombre salió de caza con su hijo y derribó una gacela. Llegó la noche y todavía estaban en medio del bosque, lejos de su cabaña. Como tenían mucha hambre dijo el padre al niño:
-Nos quedaremos aquí y asaremos un trozo de la gacela que hemos cazado.
Y se puso a buscar dos ramitas con las cuales los negros encienden el fuego, pues los que no están en contacto con los blancos no conocen los fósforos.
Para hacer fuego frotan dos pedacitos de leña hasta que se encienden. Son ramitas especiales que no se encuentran en cualquier sitio.
A pesar de lo que buscaron no aparecía la ramita y el hombre vio a lo lejos algo que brillaba.
-Allá lejos debe haber fuego –dijo a su hijo-; ve por él.
El muchacho corrió hacia el sitio donde se veía el fuego, pero, al acercarse, vio espantado que las llamas eran los ojos de un león que rugía y le miraba colérico.
-¿Qué es lo que quieres? –le preguntó.
El pobre niño contestó temblando:
-Perdone si le molesto, señor León. Mi padre ha cazado una gacela y le invita a comer si le agrada.
La hambrienta fiera no dejó que se lo repitiera y se fue tras el negrito, pero al llegar dijo:
-¡Muy poco es esto para calmar mi hambre; vamos a hacer lo siguiente; que el niño se coma la gacela, después que el padre se coma al hijo y al final yo devoraré al padre.
El pobre hombre no sabía qué hacer, reunió todo su ingenio y contestó:
-Te obedeceremos después de haber oído a un juez.
Allí cerca estaba escondido un sapo, que lo había escuchado todo. Se infló y gritó con todas sus fuerzas:
-¿Qué os pasa? Si necesitáis un juez, aquí estoy yo...
Y el hombre le contó todo y rogó al juez invisible que le ayudase. El sapo levantó todavía más la cabeza para gritar más fuerte, diciendo:
-Es muy sencillo: el muchacho debe comer la gacela; el padre, al hijo; el león, al hombre, y yo –aquí sacó un vozarrón terrible- me comeré al león, y todos estaremos en paz.
El león creyó, al oír esta potente voz, que el que hablaba era un animal gigantesco y echó a correr.
De esta manera salvó el sapo valiente al padre y al hijo de las garras del león.

¡Qué diferente sería el mundo si más de una persona conociera esta leyenda!

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Una leyenda india sobre la amistad

Las cuatro pipas
“Hace muchos, muchos años, en un poblado indio situado en un profundo valle entre montañas, vivía una pacífica tribu liderada por un jefe sabio y prudente llamado Chíkala. Una mañana, cuando el sol, como una enorme bola roja, se asomaba a dar a todos los buenos días por el horizonte, un miembro de la tribu, de nombre Hanhépiwi, se presentó ante el jefe con un enorme ataque de ira.
-¿Qué te ocurre, buen Hanhépiwi? Descarga en mí lo que perturba tu espíritu- le dijo pausadamente el jefe indio.
-Verás, sabio Chíkala. Mi amigo, mi mejor amigo, con quien compartía las piezas de caza y los secretos más íntimos, me ha ofendido y no me queda otro remedio que darle muerte para que mi alma encuentre sosiego.
-Comprendo tu ira, Hanhépiwi, pero antes de acabar con su vida, toma esta pipa, llénala y fúmatela debajo del anciano árbol de la vida.
Hanhépiwi hizo caso a su jefe: cogió su vieja pipa, se sentó debajo del árbol, la llenó con mucho cuidado y tardó más de una hora en fumársela entera. Cuando terminó su ira se había transformado en humo, dando paso al enfado, y le parecía excesiva la decisión de matar a su amigo; así que se fue a visitar al jefe de nuevo.
-Señor- le dijo-, he estado reflexionando y, aunque la ofensa ha sido grave, pienso que nadie merece la muerte. En lugar de apagar su vida, creo que un buen escarmiento será suficiente. Ahora mismo me iré a buscarlo para darle una zurra y que así no se le ocurra jamás volver a ofenderse.
-Comprendo tu enfado, Hanhépiwi; pero antes de levantar tu mano contra él, toma de nuevo tu pipa, llénala y fúmatela debajo del anciano árbol de la vida.
Hanhépiwi cogió una vez más la pipa, la llenó a la sombra del árbol y se puso a fumar. Cuando todo el tabaco se hubo quemado, su ira se había transformado en humo, dando paso a la indulgencia, y el indio se sentía incapaz de hacerle daño a su amigo, por muy grave que fuese su ofensa.
-Señor de la sabiduría- le dijo a su jefe-, he tenido tiempo para meditar y he llegado a la conclusión de que la amistad es algo muy hermoso como para destruirlo por una nimiedad. Estoy convencido de que lo mejor es que vaya a buscar a mi amigo, le dé un abrazo y los dos olvidemos nuestras disputas.
-También yo sabía desde el principio que esta era la solución más sabia, pero tenía que dejar que fueras tú mismo el que la encontraras. Ahora que por fin la has hallado, toma estas dos pipas y fumáoslas tu amigo y tú bajo el árbol de la vida.
Así lo hicieron. Los dos amigos fumaron juntos a la sombra del anciano árbol y dicen que su amistad se vio tan reforzada que no hubo nada ni nadie que pudiera jamás destruirla.”

En A la sombra de otro amor, Carmen Gil, Algar, 2008, pp.69-70

Cuentos útiles para ser felices

EL BUSCADOR
Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador…
Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra.
Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.
Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo. Así que lo dejó todo y partió.
Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kammir. Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadores. La rodeaba por completo una especie de pequeña valla de madera lustrada.
Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar.
De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar un momento en aquel lugar. El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como el azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor. Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras:
Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días
Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar. Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla. Decía:
Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas
El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba. Una por una, empezó a leer las lápidas. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto. Pero lo que lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años…
Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.
El cuidador del cementerio pasaba por allí y se acercó. Lo miró llorar durante un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.
-No, por ningún familiar- dijo el buscador-. ¿Qué pasa en este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?
El anciano sonrió y dijo:
-Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré…:
“Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como esta que tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello. Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella:
A la izquierda, qué fue lo disfrutado
A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo
Conoció a su novia y se enamoró de ella. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media…?
Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso… ¿Cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?
¿Y el embarazo y el nacimiento del primer hijo…? ¿Y la boda de los amigos?¿Y el viaje más deseado? ¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano? ¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones? ¿Horas? ¿Días?
Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos… Cada momento.
Cuando alguien se muere,
es nuestra costumbre
abrir su libreta
Y sumar el tiempo de lo disfrutado
Para escribirlo en su tumba.
Porque ese es para nosotros
El único y verdadero TIEMPO VIVIDO”


Jorge Bucay, Cuentos para pensar, RBA, 2005, pp. 23-26